No se encontraba a gusto con su cuerpo. Le sobraban muchas cosas y le faltaban otras, pero no resultaba fácil remediarlo. Le sobraban las antenas, con las que percibía la perfidia y las malas vibraciones de los que se creían por encima, sin saber exactamente encima de qué. Le sobraban las neuronas capaces de ver, a través del alcohol ajeno, los egos inflados de aquellos que reman corriente abajo, creyendo firmemente que las plantas hacen morfosintaxis al sol.
Por otro lado, le faltaban las fuerzas para soportar a los engreídos en su pedestal, inmersos en la inopia de su existencia gris. Le faltaban las palabras para combatir la ignorancia, los argumentos para convencer al suicida que está sólo a un metro del suelo, y que su salto no producirá más que las risas de ineptos mirones.
Quería ser normal, y no podía serlo. La ventaja no de no serlo se anulaba, casi, con la desventaja de ser distinto. Pero ese «casi» valía la pena, ¿o no? Es la diferencia entre ser algo y no ser nada, entre una vida real y una vida anodina. Y a fin de cuentas es lo que deseaba. Cuesta mucho sobrevivir así, pero vale la pena, da sentido a la vida. Los que no disfrutan de ese casi se quedan en la orilla, observando el río sin saber siquiera en qué dirección fluye. En su miseria cerebral tranquila, aburrida,… anodina; la vida se les va. Y vida sólo hay una.