Para lectores sabios

sábado, 11 de junio de 2011

Polaridades

Erase una vez un niño que quería poder disfrutar tanto de las cosas que no las disfrutaba en absoluto. Cuando le regalaron su primer reloj, le gustó tanto que no lo sacó de la caja, no fuera que se lo robaran, se cayera y se rompiera, o siquiera se rayara lo más mínimo. Los bolígrafos bonitos no los utilizaba, no fueran a quedarse sin tinta. Cuando le regalaban un libro sólo lo entreabría y le leía con dificultad y casi con guantes, no fuera que se estropearan el lomo y la cubierta. La ropa bonita había que guardarla para una ocasión digna, que no llegaba nunca. El día que decidió ponérsela ya le había quedado pequeña… Y aquellas hermosas botas de montaña se quedaban en casa, no fuera que en la excursión se mancharan de barro.

Y así arrastró esa tendencia a preservar, presa del miedo a perder la novedad. De joven le costaba quitar el plástico protector de los teléfonos móviles. Los objetos ligeramente rayados o gastados ya no se podían utilizar. Hacía falta uno nuevo y, una vez comprado, se guardaba para seguir utilizando el viejo, no fuera que el nuevo se estropeara… Se compraba una botella de Limoncello en un viaje a Italia, pero no la abría, porque una vez abierta se consumiría y pronto tendría que tirar la botella vacía y se habría acabado el placer y el recuerdo del viaje. Y al final siempre se decía lo estúpido que era tirar la caja de bombones sin empezar, dejar que se estropeara el té chino traído de Pekín, porque si lo consumía demasiado deprisa se acabaría. Limpiaba tanto su pisito y cubría tanto el sofá con sábanas para que no se llenara de pelos de gato, que al final no utilizaba nunca el salón.

Se comportaba así por un constante miedo a la pérdida. Había perdido tantas cosas en la vida…: el interés de sus padres, su primera novia, la juventud, la confianza,… Las cosas y las personas, tenían un valor distinto para él. Había que cuidarlas demasiado, por encima de cualquier otra cosa, si es que quería tener alguna oportunidad de no perderlas. Y se perdían igual.

Muchos años después recuperó la juventud y la confianza en sí mismo, aunque el miedo a la pérdida sigue latente en sus células. Descubrió poco a poco el placer de beberse la botella de vino bueno recién regalada lo antes posible y, a ser posible, en buena compañía. De desprecintar los aparatos se rayen o no, de ponerse la camisa nueva de inmediato, día sí, día también. Luego se tira la botella vacía, se usan los aparatos rayados y se lava la camisa aunque pierda algo de color. Siempre habrá otra botella, los aparatos rayados funcionan de maravilla durante muchos años y las camisas viejas también gustan, si se cuidan un poco y no se estropean.
Pero así se volvió prisionero de la prisa, de consumir el vino antes de perderlo, de gastar la camisa antes de aburrirse de ella, de aprovechar al máximo cualquier cosa antes de que se acabe. Y prisionero de la prisa por ser querido, respetado, amado. Por tener certezas,… por recuperar tantas cosas perdidas.
Y tampoco encontró el equilibrio. Porque el equilibrio lo buscaba en las cosas y las personas a su alrededor.

Y así llegó el día en que se dio cuenta de que había una persona en la que no había pensado nunca. A la que no había recurrido nunca para serenarse. Una persona a la que apenas conocía y a la que había rechazado y olvidado durante todo este tiempo. Y así fue como se conoció a sí mismo. Y se dio cuenta de que todo, absolutamente todo lo que pasaba a su alrededor, dependía de su propia forma de ver el mundo. Ni se puede recuperar lo perdido, ni se pueden tener certezas. Se reconoció al fin en el camino, y no en la meta. Disfrutó de unas cosas, otras las dejó reposar. Disfrutó del respeto y del reconocimiento, y al final los dejó marchar. Buscó la tranquilidad en una sonrisa, en lugar de temer su pérdida. Y se enamoró,… quizás,… por primera vez en su vida,… de verdad.