Inopia, el país de los no pensantes.
Se encendió un cigarrillo, apartó la fatídica combinación alimentaria lejos del teclado y observó el techo en penumbra, en busca de una supuesta musa que, de tanto revolotear, se habría escondido en algún rincón de ese destartalado y desconocido espacio. Aparte de un par de viejas moscas en una telaraña muerta no vio nada digno de mención, la musa quizás estuviera en otra estancia, si es que había «otra estancia» en ese lúgubre espacio de fría soledad.
Bajó la mirada a la pantalla vacía, se abrochó la chaqueta un poco más para contrarrestar el frío de unos radiadores congelados y llegó al fin a la conclusión de que seguía sin poder pensar. Se encontraba, otra vez, en el gélido mundo de la inopia. No se le ocurría nada, ni se le ocurriría jamás. Estaba vacío.
Pero no importaba, porque la pantalla estaba apagada, el teclado desconectado y la mermelada, probablemente caducada. Se levantó, caminó dos pasos con los pies enfundados en deshilachadas zapatillas hacia donde debía estar la cocina, pero no la encontró, no existía. Era la misma historia de siempre. Desde que vivía en inopia, nada es lo que es, nada tiene sentido, nada existe. Y como cada día, de nuevo, a las pocas horas se desvaneció.
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