Se levantó sin pensarlo, como cada día, a pesar de no querer levantarse. Zapatillas, bata, pipí,… mejor no mirarse en el espejo, todavía no.
Mientras se ataba la bata, arrastró las raídas zapatillas en dirección a la cocina, procurando no pisar ninguna cola de gato ni tropezar con ellos, tarea que requería la apertura de, al menos, un ojo.
La cocina estaba helada, todo abierto para que los gatos salieran a su arenero. Como cada día. Encendió la luz bajo los armarios altos,… la del techo no, demasiado, todavía.
Tiró el resto de café frío al fregadero, aclaró la jarrita, abrió la cafetera y el armario de encima. La caja de filtros estaba vacía. Mierda.
Se ató bien la bata, desahució a los gatos de la cocina y salió al patio. En el armario de la despensa no quedaban filtros. Mierda. Regresó rápido. Llovía y todo estaba salpicado y heladamente húmedo. Cerró el patio, dejó entrar a los gatos y se inventó un filtro con papel de cocina.
Cogió el bote de café, y estaba vacío, más mierda. Repitió el proceso de desahucio y salió de nuevo a por un paquete de café. De éste sí había. Volvió en tres segundos, cerró, se olvidó de los gatos, puso el café y mientras pasaba lentamente abrió la nevera. No quedaba leche. Mucha más mierda.
Salió de nuevo al patio como quien no quiere la cosa, se agenció un litro de desnatada y volvió, con la gota en la nariz a punto de caer. Las empapadas zapatillas empezaban a hacer chup chup en el suelo de la cocina.
Calentó un poco de leche en el microondas y se puso café, ya impaciente, cuando la cafetera estaba casi a punto de acabar. Cogió el azucarero, estaba vacío. Suele pasar. Levantó la mano al estante para coger el paquete de azúcar moreno y mientras lo bajaba ya temió lo peor: estaba vacío.
La excursión al patio fue dura, la lluvia arreciaba y notó que el pelo le empezaba a chorrear. La bata empezaba a pesar, las zapatillas eran esponjas. Rellenó de azúcar el azucarero, puso cuatro cucharadas en el café con leche y se dirigió, al fin, contento de haberlo conseguido, orgulloso de su hazaña sin haberse suicidado por el camino, al salón, donde se dejó caer en el sofá para degustar su éxito culinario.
El primer sorbo le supo a gloria, el segundo le despertó la neurona, el tercero le calentó un poco los helados pies. Llegó el momento, cogió el tabaco y el mechero, se acercó un cenicero e inició la ceremonia de cada mañana con el tercer sorbo de café, pero el paquete de Winston estaba vacío. Mierda total.
¿Qué se puede esperar de un día que empieza por tener que levantarse, sobre todo si es un 28 de diciembre, Santos Inocentes?
No hay comentarios:
Publicar un comentario