Esta mañana he hablado con alguien a quien pensaba conocer bien, pero me ha resultado un extraño. Me he dirigido a él expresamente. Es un hombre de mi edad, pelo canoso y barba de una semana. Siempre está allí, como si fuera el portero. Le he preguntado directamente quién era y me ha explicado un poco su vida. A ratos me sonreía, a ratos parecía triste. Me contó sus sueños y sus miedos. Me habló de sus proyectos, de sus amores y desamores. De su trabajo, sus hijos, sus aficiones,… Parecía muy contento de verme y de poder hablar conmigo. Le costaba encontrar a veces las palabras, pero siempre me miraba a los ojos mientras le escuchaba. Y me empezó a caer bien. Fue una sensación curiosa estar hablando con un extraño a quien creías conocer, con quien pensabas estar muy familiarizado pero en el fondo sin saber mucho de él. Curiosamente, aún conociéndole muy bien, no le había dirigido todavía nunca la palabra. Me acerqué a él y él se acercó a mí, con seguridad, con aplomo, con bastante más autoestima que yo. Seguramente tenía yo muchos prejuicios y, al no haber hablado con él nunca antes, al no preguntarle directamente, no podía saber cuáles eran sus intereses y necesidades. Fue una conversación corta, afable y tranquila. Fue un cara a cara muy interesante. La primera conversación con ese conocido desconocido, pero que ahora me cae ya bastante bien. Me dio unos cuantos buenos consejos y quedamos en seguir hablando mañana, en contrastar opiniones, en analizar situaciones y descubrir impresiones comunes. Muy majo, el tío. Se marchó al mismo tiempo que yo, cuando aparté la mirada del espejo del cuarto de baño, apagué la luz y cerré la puerta. Mañana volveré a hablar con él, antes o después de lavarme los dientes, o quizá mientras nos afeitamos juntos.
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