Tenía su cara a escasos centímetros de la suya. M. veía sus hermosos ojos marrones cada vez que abría los suyos, pero allí, cómodamente tumbado, prefería mantenerlos cerrados… tampoco quería violentarla mirándola fijamente a los ojos. De vez en cuando, sus cabellos rubio oscuro le rozaban la frente. Olían a limpio, a champú suave de marca,… y estaban prácticamente solos los dos, en aquél silencioso rincón.
Ella le preguntaba cómo estaba, si estaba bien, y M. apenas respondía con una sonrisa. No podía decir nada, no le salían las palabras. Ella le giraba suavemente la cara de vez en cuando, para poder mirarle mejor. Y así estuvieron casi una hora. Y aquellos hermosos ojos marrones no le quitaban la vista de encima, tan cerca, tan atractivos, que hubiera dado cualquier cosa por que no le taladraran con tanta intensidad. Ella olía bien, su voz era dulce y amable, pero pronto se acabaría. M. sabía que aquello acabaría pronto, y ojalá acabe lo antes posible, pensaba. Aquella relación, aquella proximidad, le estaba produciendo una sensación extraña, como sólo recordara en muy contadas ocasiones de su descuidada vida. Apenas la conocía, y estaba tan cerca,... casi demasiado cerca de él.
—Mírame un momento más—, le dijo, y M. volvió a sentir esos ojos a pocos centímetros de su cara, aquella mano que suavemente le cogía la mejilla para girar su cara. No podía decir nada; el tubo de succión colgaba de su anestesiada mejilla mientras ella acababa de empastar la dichosa muela. Aquellos hermosos ojos, tras las gafas protectoras y encima de la mascarilla se apartaron al fin: —Listos, anda, enjuágate un poco y descansa—, le dijo con su melosa voz profesional. Le incorporaron el sillón de la consulta, M. se enjuagó con el labio derecho muerto y le quitaron el babero.
—¿Guango ve va a dugag la anestejia?— preguntó M.
No hace falta entrar más en detalles. Esta vez era otra batalla más, pero ésta ganada.
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