Para lectores sabios

lunes, 30 de noviembre de 2009

Historia basada en hechos reales

Ana se enhebró en el vagón en el último segundo. Cuando te metes así, en un vagón lleno a rebosar cual lata de callos a la española y en el último segundo, la única forma higiénicamente segura de caber es de espaldas: culazo al canto y pa dentro, pensó. Las puertas se cerraron y casi le cercenaron la nariz; lo evitó girando la cabeza hacia la izquierda y cruzando la mirada con un aburrido y mal afeitado supuesto estudiante oriental, por cuya nariz parecían reverberar las notas de heavy metal que se chutaba, cual droga barata en los oídos, a través de los auriculares de su invisible MP3.

La mirada fue breve. Bueno, debería haber sido breve, pero la inmediata proximidad del cristal de la puerta por la derecha y la falta de flexibilidad de las cervicales para girar más aún hacia la izquierda, impidió a Ana que apartara la cara, por lo que tuvo que limitarse, educadamente, a cerrar sólo los ojos, ya que los oídos no disponen de párpados que apantallen el hilo musical transnasal del sujeto en cuestión.

El tren arrancó con el consabido tirón, dominado gracias a la experiencia, clavando la pierna derecha sobre algún callo ajeno para compensar. Ana ya planificaba la logística necesaria para permanecer en el vagón durante las tres paradas que tendría que sobrevivir. Los humores, sudores, cuerpos, mal alientos y zapatos varios la rodeaban con indeseable vecindad. Pensó brevemente que lo que sentía en el culo era una mano, pero resultó ser una cartera de piel de una amargada funcionaria de prisiones, deducción subjetiva de la expresión, el peinado, la cara, las gafas de montura siglo diecinueve y el uniforme de Wad Ras que llevaba puesto su lapa trasera.

Hay que ver, qué macedonia humana hay cada día aquí, pensó Ana. Y enlazando dicho pensamiento con su agenda neuronal recordó que tenía que llamar a Mario para pedirle que comprara un par de manzanas y un aguacate. En la penúltima parada consiguió mantener más o menos la misma posición, pero más holgada ya, pues la funcionaria de prisiones se bajó a codazo limpio mejorando la relación aire/carne en el vagón. Pensaba en llamar a Mario nada más bajar, cuando su móvil empezó a sonar con la melodía «Háblame» de Laura Pausini.

«Háblame,… no me hagas esperaaarte más,….». Cómo le gustaba esa canción a Ana. Así de paso sabía que era su móvil el que sonaba. Hurgó en los bolsillos de la chaqueta en busca del móvil, infructuosamente. ¿Estaría en el bolso? No recordaba haberlo metido allí, pero no sería la primera vez. Abrir el bolso le resultó algo complicado y cruzó la mirada con el zombi oriental, que a pesar de seguir musicalmente colocado, la observaba intensamente, algo lívido y sudoroso, lo cual era muy normal en esa lata de callos, aunque giró de inmediato la cara nada más cruzarse las miradas. Pero la que empezó a sudar fue la misma Ana. No encontraba el móvil. ¿Se lo habría dejado en clase? No, imposible. Si había enviado un SMS a Clara poco antes de subir al metro. Tenía que estar ahí. Y la melodía no podía ser otra cosa que su dichoso Samsung. Siguió hurgando entre barra de labios, cepillo, támpax, boli, carpeta y demás enseres, cada vez más nerviosa. Volvió a rebuscar los bolsillos de la chaqueta, volvió al bolso y miró de reojo al chinito musical pensando que estaría haciendo el ridículo, aunque la expresión de su compañero de viaje no distaba mucho de un flan fuera de la nevera varias semanas. Nada más mirarlo, el chino apartó de nuevo la mirada. Será tímido, pensó Ana, mientras seguía preocupada buscando el móvil.

El móvil seguía sonando «diiime siii,… te he perdido o tal vez noooo,…». Curiosamente, por mucho que Ana buscara, la música parecía salir del más allá. Hacia la izquierda, hacia el colega colocao que, más lívido que un queso de Burgos, la miraba aterrorizado. Ana no acababa de creérselo: Sandra Pausini cantaba su canción preferida desde el bolsillo del tejano del oriental viajero. Ana levantó la mirada, incrédula. El mozo levantó la mirada al techo del vagón, la volvió a bajar, y Ana le seguía mirando aterrada. No tuvo más remedio: el mozo se introdujo la mano en el bolsillo del raído tejano, extrajo el móvil de Ana y se lo ofreció, con la pantalla parpadeante de llamada entrante.

Ana, lívida, estiró la mano y cogió con extremo cuidado el móvil que el supuesto colega le devolvía y que a todas luces se lo había mangado nada más entrar de culo en el vagón.

La expresión del mozo era marmórea, impertérrita. Ana recuperó el móvil y, sin apartar la mirada de esa estatua de cera que desviaba lentamente la vista hacia la multitud, descolgó y contestó la llamada:

— ¿Si? —respondió aterrorizada.
— ¡¡Anaaaaaaa!! ¿Dónde puñetas estaaaaas? ¡¡Que no contestas, jolines…!! —le espetó Mario tan pronto oyó su voz.
— Es que,… —el metro llegó a la estación, se abrieron las puertas y Ana saltó al andén, arrancó a correr y no paró hasta salir de la estación al aire libre. Una vez en la calle, mezclada entre el bullicio, se quedó mirando las escaleras por si salía su choricero acompañante. Naturalmente no salió, ni lo volvería a ver jamás. Se llevó lentamente el móvil al oído y escuchó la voz de Mario esperando que contestara.
—¡Ana! ¿Estás ahí? ¿Qué pasaaaaa, troncaaaa…?
— Mario,… no te lo vas a creer,…—

FIN

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