C. estaba perdido en la penumbra de la memoria, en esa delgada línea que separa el sueño de la realidad. Estaba perdido en la indecisión entre recuerdos tristes y realidad feliz, o entre recuerdos felices y realidades penosas. Volvía a navegar en su mundo de dudas en el que creía estar remando más a contracorriente que a favor. Y eso sucedía cada tres semanas, más o menos, cuando se desconectaba del controlador neuronal para la pausa prescriptiva.
Sus colegas en el trabajo preferían no tener que desconectarse. Les gustaba la seguridad limpia de problemas que les ofrecía la conexión. Pero C. se decantaba cada vez más por esos momentos de desconexión, en los que el control neuronal tenía que desconectarse para que los trabajadores no se volvieran literalmente locos. C. no entendía cómo sus compañeros daban preferencia a esa aséptica existencia en el nodo que no a la dura y mil veces más interesante realidad.
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