Se levantó sin pensarlo, como cada día, a pesar de no querer levantarse. Zapatillas, bata, pipí,… mejor no mirarse en el espejo, todavía no.
Mientras se ataba la bata, arrastró las raídas zapatillas en dirección a la cocina, procurando no pisar ninguna cola de gato ni tropezar con ellos, tarea que requería la apertura de, al menos, un ojo.
La cocina estaba helada, todo abierto para que los gatos salieran a su arenero. Como cada día. Encendió la luz bajo los armarios altos,… la del techo no, demasiado, todavía.
Tiró el resto de café frío al fregadero, aclaró la jarrita, abrió la cafetera y el armario de encima. La caja de filtros estaba vacía. Mierda.
Se ató bien la bata, desahució a los gatos de la cocina y salió al patio. En el armario de la despensa no quedaban filtros. Mierda. Regresó rápido. Llovía y todo estaba salpicado y heladamente húmedo. Cerró el patio, dejó entrar a los gatos y se inventó un filtro con papel de cocina.
Cogió el bote de café, y estaba vacío, más mierda. Repitió el proceso de desahucio y salió de nuevo a por un paquete de café. De éste sí había. Volvió en tres segundos, cerró, se olvidó de los gatos, puso el café y mientras pasaba lentamente abrió la nevera. No quedaba leche. Mucha más mierda.
Salió de nuevo al patio como quien no quiere la cosa, se agenció un litro de desnatada y volvió, con la gota en la nariz a punto de caer. Las empapadas zapatillas empezaban a hacer chup chup en el suelo de la cocina.
Calentó un poco de leche en el microondas y se puso café, ya impaciente, cuando la cafetera estaba casi a punto de acabar. Cogió el azucarero, estaba vacío. Suele pasar. Levantó la mano al estante para coger el paquete de azúcar moreno y mientras lo bajaba ya temió lo peor: estaba vacío.
La excursión al patio fue dura, la lluvia arreciaba y notó que el pelo le empezaba a chorrear. La bata empezaba a pesar, las zapatillas eran esponjas. Rellenó de azúcar el azucarero, puso cuatro cucharadas en el café con leche y se dirigió, al fin, contento de haberlo conseguido, orgulloso de su hazaña sin haberse suicidado por el camino, al salón, donde se dejó caer en el sofá para degustar su éxito culinario.
El primer sorbo le supo a gloria, el segundo le despertó la neurona, el tercero le calentó un poco los helados pies. Llegó el momento, cogió el tabaco y el mechero, se acercó un cenicero e inició la ceremonia de cada mañana con el tercer sorbo de café, pero el paquete de Winston estaba vacío. Mierda total.
¿Qué se puede esperar de un día que empieza por tener que levantarse, sobre todo si es un 28 de diciembre, Santos Inocentes?
Este blog es la válvula de escape de mi cerebro. Cuando alcanza cierta temperatura, empieza a silbar y a sacar humo como una olla a presión. Sobre todo a pleno sol, que es cuando mis neuronas vegetales hacen morfosintaxis. Al final de cada entrada hay un enlace que pone "comentarios", usadlo para comentarme lo que queráis. Me reservo el derecho a borrar los que considere inadecuados. ¡Que disfrutéis!
domingo, 28 de diciembre de 2008
jueves, 18 de diciembre de 2008
Algoritmos cerebrales
No se encontraba a gusto con su cuerpo. Le sobraban muchas cosas y le faltaban otras, pero no resultaba fácil remediarlo. Le sobraban las antenas, con las que percibía la perfidia y las malas vibraciones de los que se creían por encima, sin saber exactamente encima de qué. Le sobraban las neuronas capaces de ver, a través del alcohol ajeno, los egos inflados de aquellos que reman corriente abajo, creyendo firmemente que las plantas hacen morfosintaxis al sol.
Por otro lado, le faltaban las fuerzas para soportar a los engreídos en su pedestal, inmersos en la inopia de su existencia gris. Le faltaban las palabras para combatir la ignorancia, los argumentos para convencer al suicida que está sólo a un metro del suelo, y que su salto no producirá más que las risas de ineptos mirones.
Quería ser normal, y no podía serlo. La ventaja no de no serlo se anulaba, casi, con la desventaja de ser distinto. Pero ese «casi» valía la pena, ¿o no? Es la diferencia entre ser algo y no ser nada, entre una vida real y una vida anodina. Y a fin de cuentas es lo que deseaba. Cuesta mucho sobrevivir así, pero vale la pena, da sentido a la vida. Los que no disfrutan de ese casi se quedan en la orilla, observando el río sin saber siquiera en qué dirección fluye. En su miseria cerebral tranquila, aburrida,… anodina; la vida se les va. Y vida sólo hay una.
Por otro lado, le faltaban las fuerzas para soportar a los engreídos en su pedestal, inmersos en la inopia de su existencia gris. Le faltaban las palabras para combatir la ignorancia, los argumentos para convencer al suicida que está sólo a un metro del suelo, y que su salto no producirá más que las risas de ineptos mirones.
Quería ser normal, y no podía serlo. La ventaja no de no serlo se anulaba, casi, con la desventaja de ser distinto. Pero ese «casi» valía la pena, ¿o no? Es la diferencia entre ser algo y no ser nada, entre una vida real y una vida anodina. Y a fin de cuentas es lo que deseaba. Cuesta mucho sobrevivir así, pero vale la pena, da sentido a la vida. Los que no disfrutan de ese casi se quedan en la orilla, observando el río sin saber siquiera en qué dirección fluye. En su miseria cerebral tranquila, aburrida,… anodina; la vida se les va. Y vida sólo hay una.
sábado, 6 de diciembre de 2008
Con nocturnidad y alevosía
La noche ya duerme, y no sé para quién. Silencio total, sepulcral.
Ni un coche, ni un alma. La noche me piensa, la nada,… también.
Oigo mis pensamientos y preferiría no oírlos. Perforan recuerdos muy mal olvidados, los remueven, indiferentes, y los lanzan como dardos para que suelten el hedor de rincones presentes, de odio, de amor,… de dolor.
La nada, y en la nada vuelve el todo, con la intensidad de un panel publicitario en cuatricromía, tridimensional, estridente,… solitario.
Y vuelven a estar allí, los fantasmas del pasado, que miran pacientes, y saben que en mi pretendida ignorancia, están más que presentes y se ríen de mi.
Me revuelve el estómago y no es nada. Y la nada me recuerda la vida, que harta y cansada no da más de si.
Ni un coche, ni un alma. La noche me piensa, la nada,… también.
Oigo mis pensamientos y preferiría no oírlos. Perforan recuerdos muy mal olvidados, los remueven, indiferentes, y los lanzan como dardos para que suelten el hedor de rincones presentes, de odio, de amor,… de dolor.
La nada, y en la nada vuelve el todo, con la intensidad de un panel publicitario en cuatricromía, tridimensional, estridente,… solitario.
Y vuelven a estar allí, los fantasmas del pasado, que miran pacientes, y saben que en mi pretendida ignorancia, están más que presentes y se ríen de mi.
Me revuelve el estómago y no es nada. Y la nada me recuerda la vida, que harta y cansada no da más de si.
Es este silencio, es el susurro de la nada, que me arrastra hacia ella y me abandona, a medio camino, como una foto velada de lo que pude ser y no fui.
miércoles, 5 de noviembre de 2008
Batallas ganadas
Tenía su cara a escasos centímetros de la suya. M. veía sus hermosos ojos marrones cada vez que abría los suyos, pero allí, cómodamente tumbado, prefería mantenerlos cerrados… tampoco quería violentarla mirándola fijamente a los ojos. De vez en cuando, sus cabellos rubio oscuro le rozaban la frente. Olían a limpio, a champú suave de marca,… y estaban prácticamente solos los dos, en aquél silencioso rincón.
Ella le preguntaba cómo estaba, si estaba bien, y M. apenas respondía con una sonrisa. No podía decir nada, no le salían las palabras. Ella le giraba suavemente la cara de vez en cuando, para poder mirarle mejor. Y así estuvieron casi una hora. Y aquellos hermosos ojos marrones no le quitaban la vista de encima, tan cerca, tan atractivos, que hubiera dado cualquier cosa por que no le taladraran con tanta intensidad. Ella olía bien, su voz era dulce y amable, pero pronto se acabaría. M. sabía que aquello acabaría pronto, y ojalá acabe lo antes posible, pensaba. Aquella relación, aquella proximidad, le estaba produciendo una sensación extraña, como sólo recordara en muy contadas ocasiones de su descuidada vida. Apenas la conocía, y estaba tan cerca,... casi demasiado cerca de él.
—Mírame un momento más—, le dijo, y M. volvió a sentir esos ojos a pocos centímetros de su cara, aquella mano que suavemente le cogía la mejilla para girar su cara. No podía decir nada; el tubo de succión colgaba de su anestesiada mejilla mientras ella acababa de empastar la dichosa muela. Aquellos hermosos ojos, tras las gafas protectoras y encima de la mascarilla se apartaron al fin: —Listos, anda, enjuágate un poco y descansa—, le dijo con su melosa voz profesional. Le incorporaron el sillón de la consulta, M. se enjuagó con el labio derecho muerto y le quitaron el babero.
—¿Guango ve va a dugag la anestejia?— preguntó M.
No hace falta entrar más en detalles. Esta vez era otra batalla más, pero ésta ganada.
Ella le preguntaba cómo estaba, si estaba bien, y M. apenas respondía con una sonrisa. No podía decir nada, no le salían las palabras. Ella le giraba suavemente la cara de vez en cuando, para poder mirarle mejor. Y así estuvieron casi una hora. Y aquellos hermosos ojos marrones no le quitaban la vista de encima, tan cerca, tan atractivos, que hubiera dado cualquier cosa por que no le taladraran con tanta intensidad. Ella olía bien, su voz era dulce y amable, pero pronto se acabaría. M. sabía que aquello acabaría pronto, y ojalá acabe lo antes posible, pensaba. Aquella relación, aquella proximidad, le estaba produciendo una sensación extraña, como sólo recordara en muy contadas ocasiones de su descuidada vida. Apenas la conocía, y estaba tan cerca,... casi demasiado cerca de él.
—Mírame un momento más—, le dijo, y M. volvió a sentir esos ojos a pocos centímetros de su cara, aquella mano que suavemente le cogía la mejilla para girar su cara. No podía decir nada; el tubo de succión colgaba de su anestesiada mejilla mientras ella acababa de empastar la dichosa muela. Aquellos hermosos ojos, tras las gafas protectoras y encima de la mascarilla se apartaron al fin: —Listos, anda, enjuágate un poco y descansa—, le dijo con su melosa voz profesional. Le incorporaron el sillón de la consulta, M. se enjuagó con el labio derecho muerto y le quitaron el babero.
—¿Guango ve va a dugag la anestejia?— preguntó M.
No hace falta entrar más en detalles. Esta vez era otra batalla más, pero ésta ganada.
martes, 4 de noviembre de 2008
Batallas perdidas
Por nada del mundo deseaba encontrarse con ella. Solía resultar un momento desagradable y eso que evitarla podía resultar fácil. M. caminaba intranquilo por la calle, —igual hay suerte— pensaba, confiando en no toparse otra vez con ella cara a cara, con su desagradable tez apergaminada, altiva e inmóvil, como siempre, culpándole de nuevo en silencio por su estupidez. Pero M. se negaba a complacerla siempre, lo encontraba injusto. No le debía ya nada y no creía merecer un nuevo enfrentamiento sólo por haber estado un rato más de lo previsto donde no debía estar, al menos a los ojos de ella.
Se acercó lentamente a la esquina y en el último segundo titubeó. —Si me doy prisa igual la evito—, pensó, y miró furtivamente calle arriba y calle abajo. No, nada sospechoso, aunque igual ya era demasiado tarde. Corrió al coche, pero a medida que se acercaba la pudo ver. Estaba allí. Otra vez. La rabia le enfureció. Ya no podía evitarla.
Allí estaba, toda chula, amarilla, bien doblada bajo el parabrisas. Y eso que se suponía que por ahí no pasaba el guardia hasta las seis. M. la cogió, la arrugó y la tiró a la papelera. Ya le habían jodido otra vez la tarde. Si no pintaran tantas zonas azules,….
Se acercó lentamente a la esquina y en el último segundo titubeó. —Si me doy prisa igual la evito—, pensó, y miró furtivamente calle arriba y calle abajo. No, nada sospechoso, aunque igual ya era demasiado tarde. Corrió al coche, pero a medida que se acercaba la pudo ver. Estaba allí. Otra vez. La rabia le enfureció. Ya no podía evitarla.
Allí estaba, toda chula, amarilla, bien doblada bajo el parabrisas. Y eso que se suponía que por ahí no pasaba el guardia hasta las seis. M. la cogió, la arrugó y la tiró a la papelera. Ya le habían jodido otra vez la tarde. Si no pintaran tantas zonas azules,….
sábado, 25 de octubre de 2008
Historias para no pensar
Amnesia: el país de Nunca Jamás
Estaba haciendo la maleta. Estaba contento; ya le habían dado el alta. Dejó la maleta acabada sobre la cama, se acercó a la ventana y miró los techos de las casas, muy por debajo de él. Ahí estaba la ciudad, esperando su regreso.
Faltaba poco para que le vinieran a recoger su mujer y sus hijos, a los que apenas reconocía, a pesar de conocerlos demasiado bien. Empezaba a conocer de nuevo a sus mejores amigos, esta vez de verdad, igual que a aquellos que pensaba que eran buenos amigos, y que ahora empezaba a conocerles también de verdad, la falsa amistad que habían mostrado.
Había sufrido un grave accidente de tráfico hacía unos dos meses y despertó en un hospital. Había pasado un mes en coma, le dijeron, y al abrir lo ojos no sabía ni quién era. Amnesia, decían los médicos. Y por su habitación fueron desfilando todos: esposa, hijos, hermanos, amigos, compañeros de trabajo,… personas totalmente desconocidas que, quien más, quien menos, pasaron mucho rato a su lado, contándole quiénes eran y lo que habían hecho juntos.
A las tres semanas de convalecencia, despertó una noche bañado en sudor. Un terrible escalofrío le recorrió todo el cuerpo: la memoria había regresado. De golpe, todos sus recuerdos volvieron,… y pudo compararlos con lo que le habían estado contando. Entre todos le estaban creando un mundo falso, un mundo demasiado feliz. Todos hablaban sólo de cosas buenas, todos querían olvidar las penurias, las tristezas, las discusiones. Lloró toda la noche porque no sabía como enfrentarse a esa nueva realidad.
Por la mañana ya había tomado una decisión: «Si me ofrecen volver a nacer, ¿quién soy yo para no aceptarlo? Ellos también vuelven a renacer conmigo». Ahora sabía ya quién era realmente amigo suyo y quien no. Sabía lo que su jefe pensaba de él, aunque gracias a Dios no tendría que volver a trabajar a sus órdenes. Sabía quien le había echado de menos y quien se había hasta alegrado. Ya no debía nada a nadie, ni tampoco nadie nada a él. Y sabía, sobre todo, cuánto le querían su esposa y sus hijos. Decidió no decir nada. Bienvenido a Amnesia, el país de Nunca Jamás, donde nunca jamás se recordaría el pasado digno de olvido.
Sonrió, disimulando lo enamorado que estaba, cuando su esposa entró para llevarlo a casa, y renació al ver cómo ella le miraba con los mismos ojos y le besaba con los mismos labios que el primer día.
Estaba haciendo la maleta. Estaba contento; ya le habían dado el alta. Dejó la maleta acabada sobre la cama, se acercó a la ventana y miró los techos de las casas, muy por debajo de él. Ahí estaba la ciudad, esperando su regreso.
Faltaba poco para que le vinieran a recoger su mujer y sus hijos, a los que apenas reconocía, a pesar de conocerlos demasiado bien. Empezaba a conocer de nuevo a sus mejores amigos, esta vez de verdad, igual que a aquellos que pensaba que eran buenos amigos, y que ahora empezaba a conocerles también de verdad, la falsa amistad que habían mostrado.
Había sufrido un grave accidente de tráfico hacía unos dos meses y despertó en un hospital. Había pasado un mes en coma, le dijeron, y al abrir lo ojos no sabía ni quién era. Amnesia, decían los médicos. Y por su habitación fueron desfilando todos: esposa, hijos, hermanos, amigos, compañeros de trabajo,… personas totalmente desconocidas que, quien más, quien menos, pasaron mucho rato a su lado, contándole quiénes eran y lo que habían hecho juntos.
A las tres semanas de convalecencia, despertó una noche bañado en sudor. Un terrible escalofrío le recorrió todo el cuerpo: la memoria había regresado. De golpe, todos sus recuerdos volvieron,… y pudo compararlos con lo que le habían estado contando. Entre todos le estaban creando un mundo falso, un mundo demasiado feliz. Todos hablaban sólo de cosas buenas, todos querían olvidar las penurias, las tristezas, las discusiones. Lloró toda la noche porque no sabía como enfrentarse a esa nueva realidad.
Por la mañana ya había tomado una decisión: «Si me ofrecen volver a nacer, ¿quién soy yo para no aceptarlo? Ellos también vuelven a renacer conmigo». Ahora sabía ya quién era realmente amigo suyo y quien no. Sabía lo que su jefe pensaba de él, aunque gracias a Dios no tendría que volver a trabajar a sus órdenes. Sabía quien le había echado de menos y quien se había hasta alegrado. Ya no debía nada a nadie, ni tampoco nadie nada a él. Y sabía, sobre todo, cuánto le querían su esposa y sus hijos. Decidió no decir nada. Bienvenido a Amnesia, el país de Nunca Jamás, donde nunca jamás se recordaría el pasado digno de olvido.
Sonrió, disimulando lo enamorado que estaba, cuando su esposa entró para llevarlo a casa, y renació al ver cómo ella le miraba con los mismos ojos y le besaba con los mismos labios que el primer día.
martes, 21 de octubre de 2008
Historias para no pensar
Inopia, el país de los no pensantes.
Se encendió un cigarrillo, apartó la fatídica combinación alimentaria lejos del teclado y observó el techo en penumbra, en busca de una supuesta musa que, de tanto revolotear, se habría escondido en algún rincón de ese destartalado y desconocido espacio. Aparte de un par de viejas moscas en una telaraña muerta no vio nada digno de mención, la musa quizás estuviera en otra estancia, si es que había «otra estancia» en ese lúgubre espacio de fría soledad.
Bajó la mirada a la pantalla vacía, se abrochó la chaqueta un poco más para contrarrestar el frío de unos radiadores congelados y llegó al fin a la conclusión de que seguía sin poder pensar. Se encontraba, otra vez, en el gélido mundo de la inopia. No se le ocurría nada, ni se le ocurriría jamás. Estaba vacío.
Pero no importaba, porque la pantalla estaba apagada, el teclado desconectado y la mermelada, probablemente caducada. Se levantó, caminó dos pasos con los pies enfundados en deshilachadas zapatillas hacia donde debía estar la cocina, pero no la encontró, no existía. Era la misma historia de siempre. Desde que vivía en inopia, nada es lo que es, nada tiene sentido, nada existe. Y como cada día, de nuevo, a las pocas horas se desvaneció.
viernes, 29 de agosto de 2008
Tempus fugit y nadie sabe dónde se ha metido
Llevo ya dos noches en que, de madrugada, oigo claramente las campanadas del monasterio. Anteayer me sorprendí un poco. Estaba cansado, era la una y estaba en la terraza, respirando un poco de aire fresco, cuando pude oír en el silencio de la noche los cuatro cuartos y… dos campanadas. ¿Las dos? ¿Han cambiado la hora? Miré el reloj de pared, el del ordenador,… no, era la una, ¡y si la cambian es para menos y a finales de octubre!
Anoche me acosté muy tarde, y a las 3 en punto, mientras veía como cambiaba la hora que mi despertador proyecta en el techo de las 2:59 a las 3:00, oía también con claridad las cuatro campanadas de los cuartos, y las “cuatro” campanadas de las cuatro. ¿De qué sirven las campanadas hoy, cuando todo el mundo tiene ya reloj? ¿Aún queda alguien que se guíe por ellas? ¿Y por qué adelantan una hora? No puede ser que el campanario vaya siempre puntualmente adelantado, que no es serio, vamos; como tampoco es serio lo que pude constatar ayer a conciencia en el aeropuerto de Barcelona.
Mientras esperaba a una persona, podía ver claramente el gigantesco panel indicando los vuelos en tierra, a punto de llegar y los retrasados, con precisión de minutos (LONDRES 14:15 - ESTIM 14:30 - EN TIERRA 14:28). Otros paneles formados por pantallas LCD, más pequeños pero más cercanos, daban la misma información. A la izquierda, en un inmenso panel de LEDs rojos, encima del bar, las letras danzantes van anunciando que los trenes y autobuses al centro de la ciudad salen cada equis minutos. Se repite en español y en inglés, en español y en inglés. Pero no da la hora. Miro a todos lados detenidamente y así es: en la Terminal B del aeropuerto de Barcelona, en toda el área de llegadas, no hay ni un puñetero reloj, digital o analógico, que diga si has llegado o no a tiempo. Hay que hacer uso del propio reloj de muñeca o del móvil para saber qué hora es. ¿Cómo es posible? ¿Qué pasa si me guío por el campanario y no llevo reloj al aeropuerto? Ah, claro, llego una hora antes y ala, a hacer gasto en el bar, donde un bocadillo blandengue de jamón cuesta 5,30 euros.
Por suerte, soy de los que llevan siempre reloj de pulsera…
Anoche me acosté muy tarde, y a las 3 en punto, mientras veía como cambiaba la hora que mi despertador proyecta en el techo de las 2:59 a las 3:00, oía también con claridad las cuatro campanadas de los cuartos, y las “cuatro” campanadas de las cuatro. ¿De qué sirven las campanadas hoy, cuando todo el mundo tiene ya reloj? ¿Aún queda alguien que se guíe por ellas? ¿Y por qué adelantan una hora? No puede ser que el campanario vaya siempre puntualmente adelantado, que no es serio, vamos; como tampoco es serio lo que pude constatar ayer a conciencia en el aeropuerto de Barcelona.
Mientras esperaba a una persona, podía ver claramente el gigantesco panel indicando los vuelos en tierra, a punto de llegar y los retrasados, con precisión de minutos (LONDRES 14:15 - ESTIM 14:30 - EN TIERRA 14:28). Otros paneles formados por pantallas LCD, más pequeños pero más cercanos, daban la misma información. A la izquierda, en un inmenso panel de LEDs rojos, encima del bar, las letras danzantes van anunciando que los trenes y autobuses al centro de la ciudad salen cada equis minutos. Se repite en español y en inglés, en español y en inglés. Pero no da la hora. Miro a todos lados detenidamente y así es: en la Terminal B del aeropuerto de Barcelona, en toda el área de llegadas, no hay ni un puñetero reloj, digital o analógico, que diga si has llegado o no a tiempo. Hay que hacer uso del propio reloj de muñeca o del móvil para saber qué hora es. ¿Cómo es posible? ¿Qué pasa si me guío por el campanario y no llevo reloj al aeropuerto? Ah, claro, llego una hora antes y ala, a hacer gasto en el bar, donde un bocadillo blandengue de jamón cuesta 5,30 euros.
Por suerte, soy de los que llevan siempre reloj de pulsera…
viernes, 1 de agosto de 2008
El juego del Sol
Se asoma por el mediterráneo, sólo un momento, para ver si alguien le mira, para ver cómo le miran y le admiran. Sabe que le miran con amor, con sorpresa, con ternura. Luego salta al cénit, donde nadie le mira, donde nadie le puede ver, aún sabiendo que está allí. Todos saben que está allí, que sin él no habría nada, pero no le miran. Lo ve todo: ve la lujuria, la piedad, ve el amor, la soledad, ve el cariño y la crueldad, y cada día se sorprende más y más. Se pasea a sus anchas, lo ve todo, pero nadie le mira. Es demasiado intenso. Se aburre y se cansa, y decide bajar, allí donde pueden verle. Y sí, allí le miran, le miran y admiran de nuevo, con amor, ternura y agradecimiento, pero ya cae. Ellos saben que volverá y, como despedida, les envía colores dorados, ocres, y lentamente, inexorablemente, desciende. Guiña un ojo al acariciar la montaña, para despertar el trino de los pájaros, los únicos que le despiden. Un paso más y ya no puede ver a nadie ni nadie le ve. Le han mirado, sí, pero sólo en su amanecer y en su ocaso. El resto del día domina todo a sus espaldas, invisible y onmipresente, y les ve. Pero ahora, ahora toca de nuevo dormir, hasta mañana, que volverá a jugar con sus miradas. Fotos: amanecer navegando hacia Menorca, atardecer en una cala de Mallorca y puesta de sol en Sant Llorenç de Munt. (c) MNF
lunes, 28 de julio de 2008
Call Center
Riiiiing, riiiiing, riiiing,….
Son las once de la noche.
Paco pone el DVD en pausa, se levanta del sofá y se acerca al teléfono.
NUMERO DESCONOCIDO. Riiiiiing, riiiiing
Paco suspira y levanta el auricular.
—¿Dígame?
—Buenas tardes—, dice una melosa voz sudamericana —¿hablo con el señor don Francisco Ygriega Zeta?
—Si, yo mismo— responde Paco, arrepintiéndose de no haber colgado de inmediato, aunque no serviría de nada, volverían a llamar, una y otra vez, incluso muerto volverían a llamarle.
—¿Es usted mismo?— pregunta la melosa voz sudamericana (en adelante, la MVS).
—¿Me trata usted de mentiroso?— replica Paco, mientras aprovecha para servirse una copa más de vino tinto.
Dos segundos de silencio. Te pillé, jeje, piensa Paco.
—¿Es usted el señor don Francisco Ygriega Zeta?
—Mire señorita—, contesta Paco con sorna —si da usted por sentado que la estoy mintiendo colgaré y le daré la oportunidad de llamarme de nuevo para excusarse.
—Oh no, señor Francisco— responde la MVS —es que debo estar segura de que hablo con la persona adecuada.
Ya te tengo, piensa Paco. Te saqué del guión.
—¿Y para eso tiene que preguntarme dos veces si yo soy yo? Es decir, ¿si yo soy yo y también soy yo al mismo tiempo…?
—¡Jeje, que grassiosso es usted señor Francisco!
—De gracioso nada, monada, porque no soy el señor Francisco…
—¡Oh! ¿No me había dicho que sí lo era?— se sorprende mi sorprendente MVS.
—No, señorita, para usted soy el señor Ygriega, o don Francisco, pero no el señor Francisco. Además, en España, cuando un desconocido llama por teléfono a las once de la noche diciendo buenas tardes, lo mínimo que se espera es que se le trate con la consabida educación, es decir tratándome como señor Ygriega.
—Por favor no se ponga así, señor Franc…, perdón, señor Ygriega. Le ruego me escuse si he llegado a ofenderle…
—Perdonada. Diga usted qué desea, o mejor dicho qué pretende usted que yo desee.
—Qué grassiosso es usted señor Francisco.
Y dale.
—Perdone, creí habérselo explicado. Le he dicho que para usted soy el señor Ygriega. ¿Qué parte de esta frase es la que no entiende?
Paco enciende un cigarrillo y pone las piernas sobre la mesa. A estas alturas, el DVD ha pasado ya del modo Pausa al modo "te fastidias, no puedo esperar más" y se apaga del todo.
En la pantalla aparece el rótulo de NO SIGNAL. Mira qué bien, piensa, igual que el encefalograma de la melosa voz sudamericana.
—Señor Ygriega, mi nombre es Carlota y le llamo del servisio de atensión al cliente de Siti Bank España
—Ya
Silencio; esta está ya en órbita, piensa Paco.
—Es para ofreserle la posibilidad de traspasar el saldo de su tarjeta de crédito a su cuenta corriente, a un interés muy interesante para haser frente a cualquier gasto que usted pueda tener durante este periodo veraniego,…
—Es que…
—… dispone usted de un saldo de tres mil setesientos euros de crédito que, traspasados a su cuenta, puede reintegrar al Siti Bank en cómodos plasos de sientochentaysiete euros con diesiséis séntimos…
—No, mire es que pasa lo siguiente…
Al fin calla la MVS y me deja hablar
—… en estos momentos no puedo atender una llamada de este tipo a no ser que me ayude usted a tomar una decisión.
—Naturalmente, señor…. Ygriega, el crédito de su tarjeta se convierte en menos de veinticuatro horas en…
—No, no, perdone, señorita, no me ha entendido. Para tomar una decisión debo saber primero si lo que me está comentando es una oferta que me interesa o no. En estos momentos estoy haciendo la digestión y tiene suerte de que no tengo pareja, sino igual estaría haciendo algo distinto y mas interesante que ver una película para hacer la digestión, la cual, dicho sea de paso, ha interrumpido usted…
—No sabe cuanto lo lamento señor Fr… Ygriega. ¿Quiere que le llamemos mañana, cuando tenga un momento?
—¿Y cómo me va a llamar usted mañana cuando tenga un momento? ¿Cómo sabrá usted que no estoy ocupado en ese momento?
Te jodí, MVS, ahora a ver con qué me sales.
—No hay problema, señor … Ygriega, dígame usted ¿a qué hora desea que le llame?
—No, mire, no quiero que me vuelvan a llamar porque me juego la tele de 32 pulgadas a que no me llama usted sino alguna otra compañera suya y volvemos a empezar. A ver, procedamos paso a paso para dejar las cosas claras.
—Usted dirá, señor Ygriega
(Lo aprendió, ¡al fin!)
—Veamos, si lo que usted quiere venderme es algo que SEGURAMENTE me interese, pulse el 1; si es algo que PROBABLEMENTE me interese, pulse 2, y si cree que lo que me ofrece NO ME INTERESA EN ABSOLUTO, pulse cualquier otra tecla.
—¿Se está burlando usted de mi, señor Ygriega?
—En absoluto señorita… ahora me doy cuenta que tanto discutir sobre mi nombre no me he quedado con el suyo.
—Carlota, mi nombre es Carlota
(Y tiro porque me toca, jeje)
—Bien, señora… Carlota. Uff no sabe lo que me cuesta llamarla así, porque para llamarla doña Carlota debería usted tener al menos cuarenta años más de los que debe tener.
—Ohhh, señor Ygriega, que cosas tiene usted.
—No, si no era un piropo, sólo pragmatismo de facto
—No le entiendo…
—No me entienda, no hace falta. Mire, lo que necesito es que utilice su teléfono para señalarme el nivel de interés que pueda tener yo respecto a su oferta.
—Es que,… mire, resulta que no tengo un teléfono, todo esto va por ordenador…
—Ajá
—Mire, Señor Ygriega, no me importa llamarle mañana y….
—Ni hablar, usted me ha llamado esta “tarde” sobre las once, ya son las once y veinte y dentro de unas horas tendré que cenar, así que aclarémoslo lo antes posible.
—Pero…
—Veamos, al menos tendrá usted un teclado delante….
—Sí, claro esto va por...
—Pues entonces pulse usted la A
—¿Cómo dice?
—Que pulse usted la A
—No creo que funcione, señor…
—Naturalmente que funciona, puede usted activar su teclado para enviar tonos. Yo he trabajado quince años en servicios informáticos de atención al cliente y probablemente haya programado su sistema.
—No tengo permiso para….
—¿Pero lo tiene para llamarme a las once de la noche? Mire es muy sencillo: no tiene más que pulsar las teclas siguientes, todas al mismo tiempo: Control, Alt, Suprimir, y luego rápidamente la tecla de retorno INTRO. Pruébelo y me hará usted un favor y quedará bien con sus jefes.
—Bueno, a ver, por probar que no quede, señor Ygriega. A ver, Control, Alt y Suprimir y ahora pulso… piii piii piii piii
Paco colgó suavemente el teléfono, apuró lo que le quedaba en la copa, se sirvió otra, se tumbó en el sofá y encendió nuevamente el DVD.
Son las once de la noche.
Paco pone el DVD en pausa, se levanta del sofá y se acerca al teléfono.
NUMERO DESCONOCIDO. Riiiiiing, riiiiing
Paco suspira y levanta el auricular.
—¿Dígame?
—Buenas tardes—, dice una melosa voz sudamericana —¿hablo con el señor don Francisco Ygriega Zeta?
—Si, yo mismo— responde Paco, arrepintiéndose de no haber colgado de inmediato, aunque no serviría de nada, volverían a llamar, una y otra vez, incluso muerto volverían a llamarle.
—¿Es usted mismo?— pregunta la melosa voz sudamericana (en adelante, la MVS).
—¿Me trata usted de mentiroso?— replica Paco, mientras aprovecha para servirse una copa más de vino tinto.
Dos segundos de silencio. Te pillé, jeje, piensa Paco.
—¿Es usted el señor don Francisco Ygriega Zeta?
—Mire señorita—, contesta Paco con sorna —si da usted por sentado que la estoy mintiendo colgaré y le daré la oportunidad de llamarme de nuevo para excusarse.
—Oh no, señor Francisco— responde la MVS —es que debo estar segura de que hablo con la persona adecuada.
Ya te tengo, piensa Paco. Te saqué del guión.
—¿Y para eso tiene que preguntarme dos veces si yo soy yo? Es decir, ¿si yo soy yo y también soy yo al mismo tiempo…?
—¡Jeje, que grassiosso es usted señor Francisco!
—De gracioso nada, monada, porque no soy el señor Francisco…
—¡Oh! ¿No me había dicho que sí lo era?— se sorprende mi sorprendente MVS.
—No, señorita, para usted soy el señor Ygriega, o don Francisco, pero no el señor Francisco. Además, en España, cuando un desconocido llama por teléfono a las once de la noche diciendo buenas tardes, lo mínimo que se espera es que se le trate con la consabida educación, es decir tratándome como señor Ygriega.
—Por favor no se ponga así, señor Franc…, perdón, señor Ygriega. Le ruego me escuse si he llegado a ofenderle…
—Perdonada. Diga usted qué desea, o mejor dicho qué pretende usted que yo desee.
—Qué grassiosso es usted señor Francisco.
Y dale.
—Perdone, creí habérselo explicado. Le he dicho que para usted soy el señor Ygriega. ¿Qué parte de esta frase es la que no entiende?
Paco enciende un cigarrillo y pone las piernas sobre la mesa. A estas alturas, el DVD ha pasado ya del modo Pausa al modo "te fastidias, no puedo esperar más" y se apaga del todo.
En la pantalla aparece el rótulo de NO SIGNAL. Mira qué bien, piensa, igual que el encefalograma de la melosa voz sudamericana.
—Señor Ygriega, mi nombre es Carlota y le llamo del servisio de atensión al cliente de Siti Bank España
—Ya
Silencio; esta está ya en órbita, piensa Paco.
—Es para ofreserle la posibilidad de traspasar el saldo de su tarjeta de crédito a su cuenta corriente, a un interés muy interesante para haser frente a cualquier gasto que usted pueda tener durante este periodo veraniego,…
—Es que…
—… dispone usted de un saldo de tres mil setesientos euros de crédito que, traspasados a su cuenta, puede reintegrar al Siti Bank en cómodos plasos de sientochentaysiete euros con diesiséis séntimos…
—No, mire es que pasa lo siguiente…
Al fin calla la MVS y me deja hablar
—… en estos momentos no puedo atender una llamada de este tipo a no ser que me ayude usted a tomar una decisión.
—Naturalmente, señor…. Ygriega, el crédito de su tarjeta se convierte en menos de veinticuatro horas en…
—No, no, perdone, señorita, no me ha entendido. Para tomar una decisión debo saber primero si lo que me está comentando es una oferta que me interesa o no. En estos momentos estoy haciendo la digestión y tiene suerte de que no tengo pareja, sino igual estaría haciendo algo distinto y mas interesante que ver una película para hacer la digestión, la cual, dicho sea de paso, ha interrumpido usted…
—No sabe cuanto lo lamento señor Fr… Ygriega. ¿Quiere que le llamemos mañana, cuando tenga un momento?
—¿Y cómo me va a llamar usted mañana cuando tenga un momento? ¿Cómo sabrá usted que no estoy ocupado en ese momento?
Te jodí, MVS, ahora a ver con qué me sales.
—No hay problema, señor … Ygriega, dígame usted ¿a qué hora desea que le llame?
—No, mire, no quiero que me vuelvan a llamar porque me juego la tele de 32 pulgadas a que no me llama usted sino alguna otra compañera suya y volvemos a empezar. A ver, procedamos paso a paso para dejar las cosas claras.
—Usted dirá, señor Ygriega
(Lo aprendió, ¡al fin!)
—Veamos, si lo que usted quiere venderme es algo que SEGURAMENTE me interese, pulse el 1; si es algo que PROBABLEMENTE me interese, pulse 2, y si cree que lo que me ofrece NO ME INTERESA EN ABSOLUTO, pulse cualquier otra tecla.
—¿Se está burlando usted de mi, señor Ygriega?
—En absoluto señorita… ahora me doy cuenta que tanto discutir sobre mi nombre no me he quedado con el suyo.
—Carlota, mi nombre es Carlota
(Y tiro porque me toca, jeje)
—Bien, señora… Carlota. Uff no sabe lo que me cuesta llamarla así, porque para llamarla doña Carlota debería usted tener al menos cuarenta años más de los que debe tener.
—Ohhh, señor Ygriega, que cosas tiene usted.
—No, si no era un piropo, sólo pragmatismo de facto
—No le entiendo…
—No me entienda, no hace falta. Mire, lo que necesito es que utilice su teléfono para señalarme el nivel de interés que pueda tener yo respecto a su oferta.
—Es que,… mire, resulta que no tengo un teléfono, todo esto va por ordenador…
—Ajá
—Mire, Señor Ygriega, no me importa llamarle mañana y….
—Ni hablar, usted me ha llamado esta “tarde” sobre las once, ya son las once y veinte y dentro de unas horas tendré que cenar, así que aclarémoslo lo antes posible.
—Pero…
—Veamos, al menos tendrá usted un teclado delante….
—Sí, claro esto va por...
—Pues entonces pulse usted la A
—¿Cómo dice?
—Que pulse usted la A
—No creo que funcione, señor…
—Naturalmente que funciona, puede usted activar su teclado para enviar tonos. Yo he trabajado quince años en servicios informáticos de atención al cliente y probablemente haya programado su sistema.
—No tengo permiso para….
—¿Pero lo tiene para llamarme a las once de la noche? Mire es muy sencillo: no tiene más que pulsar las teclas siguientes, todas al mismo tiempo: Control, Alt, Suprimir, y luego rápidamente la tecla de retorno INTRO. Pruébelo y me hará usted un favor y quedará bien con sus jefes.
—Bueno, a ver, por probar que no quede, señor Ygriega. A ver, Control, Alt y Suprimir y ahora pulso… piii piii piii piii
Paco colgó suavemente el teléfono, apuró lo que le quedaba en la copa, se sirvió otra, se tumbó en el sofá y encendió nuevamente el DVD.
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