La morfosintaxis de las plantas
Este blog es la válvula de escape de mi cerebro. Cuando alcanza cierta temperatura, empieza a silbar y a sacar humo como una olla a presión. Sobre todo a pleno sol, que es cuando mis neuronas vegetales hacen morfosintaxis. Al final de cada entrada hay un enlace que pone "comentarios", usadlo para comentarme lo que queráis. Me reservo el derecho a borrar los que considere inadecuados. ¡Que disfrutéis!
miércoles, 10 de septiembre de 2014
miércoles, 12 de septiembre de 2012
Algunos de mis Haikus
trazo un rostro de ángel
en la penumbra
El alba crece
al ritmo de tu aliento
con tu aroma en mí
En la soledad,
miro la luna llena
y te recuerdo
Tus dedos danzan
en mis palmas desnudas
un baile de amor
miércoles, 18 de enero de 2012
Volando...
martes, 18 de octubre de 2011
Segundos de oscuridad
jueves, 15 de septiembre de 2011
Encuentros en la intimidad
sábado, 11 de junio de 2011
Polaridades
Y así arrastró esa tendencia a preservar, presa del miedo a perder la novedad. De joven le costaba quitar el plástico protector de los teléfonos móviles. Los objetos ligeramente rayados o gastados ya no se podían utilizar. Hacía falta uno nuevo y, una vez comprado, se guardaba para seguir utilizando el viejo, no fuera que el nuevo se estropeara… Se compraba una botella de Limoncello en un viaje a Italia, pero no la abría, porque una vez abierta se consumiría y pronto tendría que tirar la botella vacía y se habría acabado el placer y el recuerdo del viaje. Y al final siempre se decía lo estúpido que era tirar la caja de bombones sin empezar, dejar que se estropeara el té chino traído de Pekín, porque si lo consumía demasiado deprisa se acabaría. Limpiaba tanto su pisito y cubría tanto el sofá con sábanas para que no se llenara de pelos de gato, que al final no utilizaba nunca el salón.
Muchos años después recuperó la juventud y la confianza en sí mismo, aunque el miedo a la pérdida sigue latente en sus células. Descubrió poco a poco el placer de beberse la botella de vino bueno recién regalada lo antes posible y, a ser posible, en buena compañía. De desprecintar los aparatos se rayen o no, de ponerse la camisa nueva de inmediato, día sí, día también. Luego se tira la botella vacía, se usan los aparatos rayados y se lava la camisa aunque pierda algo de color. Siempre habrá otra botella, los aparatos rayados funcionan de maravilla durante muchos años y las camisas viejas también gustan, si se cuidan un poco y no se estropean.
martes, 1 de marzo de 2011
Prejuicios deflectivos
martes, 7 de diciembre de 2010
A veces...
A veces siento las caricias que me da la vida, otras sólo las sueño.
viernes, 26 de noviembre de 2010
Sombras
miércoles, 17 de noviembre de 2010
Tempus fugit II
jueves, 7 de octubre de 2010
Un poco de Fujitsu ¡¡por favor!!
jueves, 16 de septiembre de 2010
En busca de la creatividad perdida
Batallé durante semanas con emboscados reality shows en televisión, con siniestros botellones nocturnos, con subrepticios comentarios en facebook e incluso con escatológicas declaraciones de políticos de alta alcurnia. Pero no alcancé mi objetivo. Mis mapas no me servían, pues sólo indicaban la situación de los McDonald’s y del Corte Inglés más cercanos. Mi GPS me hablaba en chino al ordenarme que a nuevecientos metros tomara la quinta salida de la rotonda, que una vez alcanzada sólo tenía tres.
En mi desesperación busqué en Google, en mi Blackberry, en la Xbox de mi hijo y hasta en libros de cocina africana. Busqué en las cuerdas de mi guitarra, en la papelera de una escuela, en las posturas de mi gato, incluso en el manual de uso de mi nueva caldera.
Al final, pregunté a mi terapeuta que me dijo que mirara dentro de mí, que la respuesta estaba en mí mismo. Y sí, allí estaba, ciertamente. Visto mi interior, vi que la creatividad, simplemente, aún no había llegado. Llegaba tarde, pero la creatividad no tiene hora de llegada.
La creatividad no se busca. La creatividad llega, y llega cuando le da la gana. La busques donde la busques, si llega, incluso estará en el McDonalds, en la caldera de gas o en la Blackberry.
Descargado de mis vestiduras de aventura y puesta la lavadora con la ropa sucia, me senté a esperar su llegada. Y vaya si llegó. Sí. Llegó con las vueltas de la ropa en la lavadora, en el vórtice que forma el jabón. Allí estaba, la muy descarada. Así que recurrí a mis mejores artes para retenerla.
Y lo que me dio,… bueno, eso ya llegará. Estoy en ello. Lo prometo. Pero es que ahora se me hace tarde y me pierdo Los Simpsons… Nunca es tarde, si la dicha es buena.
lunes, 30 de noviembre de 2009
Historia basada en hechos reales
La mirada fue breve. Bueno, debería haber sido breve, pero la inmediata proximidad del cristal de la puerta por la derecha y la falta de flexibilidad de las cervicales para girar más aún hacia la izquierda, impidió a Ana que apartara la cara, por lo que tuvo que limitarse, educadamente, a cerrar sólo los ojos, ya que los oídos no disponen de párpados que apantallen el hilo musical transnasal del sujeto en cuestión.
El tren arrancó con el consabido tirón, dominado gracias a la experiencia, clavando la pierna derecha sobre algún callo ajeno para compensar. Ana ya planificaba la logística necesaria para permanecer en el vagón durante las tres paradas que tendría que sobrevivir. Los humores, sudores, cuerpos, mal alientos y zapatos varios la rodeaban con indeseable vecindad. Pensó brevemente que lo que sentía en el culo era una mano, pero resultó ser una cartera de piel de una amargada funcionaria de prisiones, deducción subjetiva de la expresión, el peinado, la cara, las gafas de montura siglo diecinueve y el uniforme de Wad Ras que llevaba puesto su lapa trasera.
Hay que ver, qué macedonia humana hay cada día aquí, pensó Ana. Y enlazando dicho pensamiento con su agenda neuronal recordó que tenía que llamar a Mario para pedirle que comprara un par de manzanas y un aguacate. En la penúltima parada consiguió mantener más o menos la misma posición, pero más holgada ya, pues la funcionaria de prisiones se bajó a codazo limpio mejorando la relación aire/carne en el vagón. Pensaba en llamar a Mario nada más bajar, cuando su móvil empezó a sonar con la melodía «Háblame» de Laura Pausini.
«Háblame,… no me hagas esperaaarte más,….». Cómo le gustaba esa canción a Ana. Así de paso sabía que era su móvil el que sonaba. Hurgó en los bolsillos de la chaqueta en busca del móvil, infructuosamente. ¿Estaría en el bolso? No recordaba haberlo metido allí, pero no sería la primera vez. Abrir el bolso le resultó algo complicado y cruzó la mirada con el zombi oriental, que a pesar de seguir musicalmente colocado, la observaba intensamente, algo lívido y sudoroso, lo cual era muy normal en esa lata de callos, aunque giró de inmediato la cara nada más cruzarse las miradas. Pero la que empezó a sudar fue la misma Ana. No encontraba el móvil. ¿Se lo habría dejado en clase? No, imposible. Si había enviado un SMS a Clara poco antes de subir al metro. Tenía que estar ahí. Y la melodía no podía ser otra cosa que su dichoso Samsung. Siguió hurgando entre barra de labios, cepillo, támpax, boli, carpeta y demás enseres, cada vez más nerviosa. Volvió a rebuscar los bolsillos de la chaqueta, volvió al bolso y miró de reojo al chinito musical pensando que estaría haciendo el ridículo, aunque la expresión de su compañero de viaje no distaba mucho de un flan fuera de la nevera varias semanas. Nada más mirarlo, el chino apartó de nuevo la mirada. Será tímido, pensó Ana, mientras seguía preocupada buscando el móvil.
El móvil seguía sonando «diiime siii,… te he perdido o tal vez noooo,…». Curiosamente, por mucho que Ana buscara, la música parecía salir del más allá. Hacia la izquierda, hacia el colega colocao que, más lívido que un queso de Burgos, la miraba aterrorizado. Ana no acababa de creérselo: Sandra Pausini cantaba su canción preferida desde el bolsillo del tejano del oriental viajero. Ana levantó la mirada, incrédula. El mozo levantó la mirada al techo del vagón, la volvió a bajar, y Ana le seguía mirando aterrada. No tuvo más remedio: el mozo se introdujo la mano en el bolsillo del raído tejano, extrajo el móvil de Ana y se lo ofreció, con la pantalla parpadeante de llamada entrante.
Ana, lívida, estiró la mano y cogió con extremo cuidado el móvil que el supuesto colega le devolvía y que a todas luces se lo había mangado nada más entrar de culo en el vagón.
La expresión del mozo era marmórea, impertérrita. Ana recuperó el móvil y, sin apartar la mirada de esa estatua de cera que desviaba lentamente la vista hacia la multitud, descolgó y contestó la llamada:
— ¿Si? —respondió aterrorizada.
— ¡¡Anaaaaaaa!! ¿Dónde puñetas estaaaaas? ¡¡Que no contestas, jolines…!! —le espetó Mario tan pronto oyó su voz.
— Es que,… —el metro llegó a la estación, se abrieron las puertas y Ana saltó al andén, arrancó a correr y no paró hasta salir de la estación al aire libre. Una vez en la calle, mezclada entre el bullicio, se quedó mirando las escaleras por si salía su choricero acompañante. Naturalmente no salió, ni lo volvería a ver jamás. Se llevó lentamente el móvil al oído y escuchó la voz de Mario esperando que contestara.
—¡Ana! ¿Estás ahí? ¿Qué pasaaaaa, troncaaaa…?
— Mario,… no te lo vas a creer,…—
FIN
jueves, 5 de noviembre de 2009
Sueños de realidad
C. estaba perdido en la penumbra de la memoria, en esa delgada línea que separa el sueño de la realidad. Estaba perdido en la indecisión entre recuerdos tristes y realidad feliz, o entre recuerdos felices y realidades penosas. Volvía a navegar en su mundo de dudas en el que creía estar remando más a contracorriente que a favor. Y eso sucedía cada tres semanas, más o menos, cuando se desconectaba del controlador neuronal para la pausa prescriptiva.
Sus colegas en el trabajo preferían no tener que desconectarse. Les gustaba la seguridad limpia de problemas que les ofrecía la conexión. Pero C. se decantaba cada vez más por esos momentos de desconexión, en los que el control neuronal tenía que desconectarse para que los trabajadores no se volvieran literalmente locos. C. no entendía cómo sus compañeros daban preferencia a esa aséptica existencia en el nodo que no a la dura y mil veces más interesante realidad.
jueves, 2 de julio de 2009
La arpía
Cada vez que salía con alguien, que pasaba unos días con colegas, cada vez que llamaba un amigo o amiga, siempre la sentía detrás, acariciándole suavemente y recordándole lo mucho que la necesitaba. Hasta que llegó a depender totalmente de ella.
Empezó a rebelarse y no supo cómo. Empezó a odiarla pero sin querer dejarla. Empezó a mirarla con odio sin recibir más que su dulce sonrisa a cambio, como riéndose de sus esfuerzos. “Sabes que no puedes pasar de mí”, le decía abrazándole de nuevo y confundiéndole con argumentos que ya empezaba a no creerse.
Le llevó a prescindir de la familia, de los amigos. Llegó a temerlos, sin dejar de quererlos. Al final era como si ella lo tuviera atado y amordazado mientras lo castigaba con toda la crueldad del mundo. Se dio cuenta de que era mucho más cruel de lo que jamás hubiera pensado, a pesar de lo mucho que la quiso al principio. Era una adicción, era una droga dura. Sabes que te está matando pero no la puedes dejar. Ya no sabes cómo estar sin ella. Creía conocerla, pero resultó ser una total desconocida capaz de destrozarle la vida.
Con ella, el sexo era totalmente insatisfactorio. La conversación, un monólogo sin réplica. Eso sí, le respetaba su espacio, demasiado. Pero como era tan importante para él no se apercibió de su ausente presencia, ni de su presente ausencia, capaz de hacerle sangrar el alma en lágrimas día sí y día también.
Y esa cruel arpía no sólo le destrozó la vida a él, sino que lo hará siempre, constantemente, con todos los que la deseen demasiado.
Y en el lecho de la muerte, la arpía logró que renunciara a que alguien estuviera presente. No soportó ya la presencia de nadie a su alrededor, excepto de la de esa cruel arpía que fue su única compañía en los últimos minutos de su vida; esa cruel arpía llamada soledad.
sábado, 28 de febrero de 2009
Recetas para quedar bien, aunque seas un inútil en la cocina
Ingredientes:
1 cebollita
1 diente de ajo
Perejil
½ kg de almejas
Aceite de oliva
Pimentón dulce
Harina
1 vaso de vino blanco
1 cerveza bien fría (opcional)
Localiza la cocina una hora antes, es donde suele estar la nevera con las cervezas.
Lava las almejas y ponlas en un recipiente con bastante agua y sal y déjalas media horita. Luego cambias el agua y otra media horita más en agua con sal. Mientras tanto, puedes ir a ver los Simpson en A3. Aquí es donde entra en acción la cerveza bien fría opcional, para que las almejas no «beban solas».
Pica la cebolla, el perejil y el ajo, preferiblemente con una picadora de esas del minipimer y, según quien, con un par de guantes de látex para ahorrarte el tufo si luego quieres acariciarle el pelo a tu novia. Procura que quede bien picado, casi pasteta, y te ahorrarás el pasapurés. La salsa quedará de por sí suficientemente fina.
Echa la susodicha pasta en una cazuela de gran diámetro y baja altura con aceite calentito y deja que se fría todo un poco a fuego bajo (se llama apochar, pero es para ahorrarte buscarlo en el diccionario). Vigila que no se queme la cebolla, para no tener que recurrir a Telepizza.
Echa entonces un poco de pimentón dulce (no sirve casi de nada, pero da color).
Ahora viene lo difícil: Echa una buena cucharada de harina procurando que se reparta bien (yo pongo la harina en un colador y la reparto dando golpecitos, como si nevara). Dale muchas vueltas al asunto. Va mejor con una varilla de batir huevos, pero como seguro que no tienes, da igual.
Entonces le añades el vaso de vino blanco y dejas que arranque a hervir de nuevo. Como se formará una pasta y la queremos más líquida (que son a la marinera y no panqueque de almejas ¿eh?) le echas un poco de agua hasta que aquello se asemeje a lo que te sirvieron en el restaurante aquella vez que las pediste.
Puedes probar a ver qué tal está de sal, ¡pero no pongas mucha, que las almejas ya tienen!
Entonces le echas las almejas al caldito ése tan guays, les das un mareo con la cuchara de palo y verás cómo se abren en pocos minutos. No las dejes más de 5 ó 6 minutos. Las que no se abran,… a la basura, por si las moscas.
Para completar: Aprovechando que te matas haciendo una salsa y para ahorrarte aquello de que «me he quedado con hambre», lo que yo hago es poner en la salsa, antes de echar las almejas, unos trozos de colita de rape (previamente salada) y unas gambas, los dejo hacer chup chup tres minutos y luego meto las almejas.
Ya se pueden comer. Así de fácil.
Consejo: Enciérrate en la cocina, no vaya a ser que seas objeto de severas críticas femeninas o que alguien se ponga en medio, no te deje currártelo y te diga: «¡Te jodes!» (basado en hechos reales).
Sírvelo preferentemente sobre mantel limpio sin lamparones, con una velita y acompañado de un buen vino blanco. Un verdejo de Rueda le va de maravilla, aunque también fardarás mucho con un buen cava Brut Nature (nada inferior, plis).
Condición «sine qua non» (no hay tu tía, en cristiano), imprescindible para que todo este esfuerzo haya servido de algo: Limpia la cocina a medida que vas trabajando, pon todo en el lavavajillas (si no tienes, cómprate uno) y deja la cocina impecable. En caso contrario, no volverás a pisar la cocina (lo cual, igual, hasta tiene sus ventajas).
domingo, 28 de diciembre de 2008
Santos Inocentes
Mientras se ataba la bata, arrastró las raídas zapatillas en dirección a la cocina, procurando no pisar ninguna cola de gato ni tropezar con ellos, tarea que requería la apertura de, al menos, un ojo.
La cocina estaba helada, todo abierto para que los gatos salieran a su arenero. Como cada día. Encendió la luz bajo los armarios altos,… la del techo no, demasiado, todavía.
Tiró el resto de café frío al fregadero, aclaró la jarrita, abrió la cafetera y el armario de encima. La caja de filtros estaba vacía. Mierda.
Se ató bien la bata, desahució a los gatos de la cocina y salió al patio. En el armario de la despensa no quedaban filtros. Mierda. Regresó rápido. Llovía y todo estaba salpicado y heladamente húmedo. Cerró el patio, dejó entrar a los gatos y se inventó un filtro con papel de cocina.
Cogió el bote de café, y estaba vacío, más mierda. Repitió el proceso de desahucio y salió de nuevo a por un paquete de café. De éste sí había. Volvió en tres segundos, cerró, se olvidó de los gatos, puso el café y mientras pasaba lentamente abrió la nevera. No quedaba leche. Mucha más mierda.
Salió de nuevo al patio como quien no quiere la cosa, se agenció un litro de desnatada y volvió, con la gota en la nariz a punto de caer. Las empapadas zapatillas empezaban a hacer chup chup en el suelo de la cocina.
Calentó un poco de leche en el microondas y se puso café, ya impaciente, cuando la cafetera estaba casi a punto de acabar. Cogió el azucarero, estaba vacío. Suele pasar. Levantó la mano al estante para coger el paquete de azúcar moreno y mientras lo bajaba ya temió lo peor: estaba vacío.
La excursión al patio fue dura, la lluvia arreciaba y notó que el pelo le empezaba a chorrear. La bata empezaba a pesar, las zapatillas eran esponjas. Rellenó de azúcar el azucarero, puso cuatro cucharadas en el café con leche y se dirigió, al fin, contento de haberlo conseguido, orgulloso de su hazaña sin haberse suicidado por el camino, al salón, donde se dejó caer en el sofá para degustar su éxito culinario.
El primer sorbo le supo a gloria, el segundo le despertó la neurona, el tercero le calentó un poco los helados pies. Llegó el momento, cogió el tabaco y el mechero, se acercó un cenicero e inició la ceremonia de cada mañana con el tercer sorbo de café, pero el paquete de Winston estaba vacío. Mierda total.
¿Qué se puede esperar de un día que empieza por tener que levantarse, sobre todo si es un 28 de diciembre, Santos Inocentes?
jueves, 18 de diciembre de 2008
Algoritmos cerebrales
Por otro lado, le faltaban las fuerzas para soportar a los engreídos en su pedestal, inmersos en la inopia de su existencia gris. Le faltaban las palabras para combatir la ignorancia, los argumentos para convencer al suicida que está sólo a un metro del suelo, y que su salto no producirá más que las risas de ineptos mirones.
Quería ser normal, y no podía serlo. La ventaja no de no serlo se anulaba, casi, con la desventaja de ser distinto. Pero ese «casi» valía la pena, ¿o no? Es la diferencia entre ser algo y no ser nada, entre una vida real y una vida anodina. Y a fin de cuentas es lo que deseaba. Cuesta mucho sobrevivir así, pero vale la pena, da sentido a la vida. Los que no disfrutan de ese casi se quedan en la orilla, observando el río sin saber siquiera en qué dirección fluye. En su miseria cerebral tranquila, aburrida,… anodina; la vida se les va. Y vida sólo hay una.
sábado, 6 de diciembre de 2008
Con nocturnidad y alevosía
Ni un coche, ni un alma. La noche me piensa, la nada,… también.
Oigo mis pensamientos y preferiría no oírlos. Perforan recuerdos muy mal olvidados, los remueven, indiferentes, y los lanzan como dardos para que suelten el hedor de rincones presentes, de odio, de amor,… de dolor.
La nada, y en la nada vuelve el todo, con la intensidad de un panel publicitario en cuatricromía, tridimensional, estridente,… solitario.
Y vuelven a estar allí, los fantasmas del pasado, que miran pacientes, y saben que en mi pretendida ignorancia, están más que presentes y se ríen de mi.
Me revuelve el estómago y no es nada. Y la nada me recuerda la vida, que harta y cansada no da más de si.
miércoles, 5 de noviembre de 2008
Batallas ganadas
Ella le preguntaba cómo estaba, si estaba bien, y M. apenas respondía con una sonrisa. No podía decir nada, no le salían las palabras. Ella le giraba suavemente la cara de vez en cuando, para poder mirarle mejor. Y así estuvieron casi una hora. Y aquellos hermosos ojos marrones no le quitaban la vista de encima, tan cerca, tan atractivos, que hubiera dado cualquier cosa por que no le taladraran con tanta intensidad. Ella olía bien, su voz era dulce y amable, pero pronto se acabaría. M. sabía que aquello acabaría pronto, y ojalá acabe lo antes posible, pensaba. Aquella relación, aquella proximidad, le estaba produciendo una sensación extraña, como sólo recordara en muy contadas ocasiones de su descuidada vida. Apenas la conocía, y estaba tan cerca,... casi demasiado cerca de él.
—Mírame un momento más—, le dijo, y M. volvió a sentir esos ojos a pocos centímetros de su cara, aquella mano que suavemente le cogía la mejilla para girar su cara. No podía decir nada; el tubo de succión colgaba de su anestesiada mejilla mientras ella acababa de empastar la dichosa muela. Aquellos hermosos ojos, tras las gafas protectoras y encima de la mascarilla se apartaron al fin: —Listos, anda, enjuágate un poco y descansa—, le dijo con su melosa voz profesional. Le incorporaron el sillón de la consulta, M. se enjuagó con el labio derecho muerto y le quitaron el babero.
—¿Guango ve va a dugag la anestejia?— preguntó M.
No hace falta entrar más en detalles. Esta vez era otra batalla más, pero ésta ganada.